viernes, 4 de junio de 2010

Soberbia (los tiene todos)


Abro los ojos al oírle bajar las escaleras que tengo enfrente y noto que me duele todo, por dentro y por fuera.


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Las magulladuras y cortes, como carreteras comarcales en su torso. Bastas extensiones de capilares explosionados distorsionan su perfil inquisidor y poco afable, haciéndole brutal… aterrador.



El eco de su ayer funde sus razones con efluvios y aromas de resaca.


-¡Que se joda! No creo que estrene más trajes, ni gemelos, ni zapatitos de medio sueldo... Hilará más fino cuando se plante ante su Dios, tan arrogante y seductor.


Lo primero que alimentó no fue el buche. Los ojos estaban encendidos. La sangre, hirviendo aún, se hacia paso entre drogas y licores que su deforme cuerpo ya le costaba digerir.


- ¡Que se meta su dinero por el culo!, claro, cuando se le pase el asunto que le deje…No creo que vuelva a caminar recto en mucho tiempo… si es que le tenía que haber dejado allí, con su buena percha, con su elaborado currículum y su despampánate mansión.


Al incorporarse, entre rezos y blasfemias similares, dejando atrás, adormecidas, aletargadas o mas bien repletas de caballo, tres muchachas que no se si sumarian entre ellas los cincuenta, se agarró el rabo, restregándoselo orgulloso – “putas” - y colocando el “armamento” caminando hacia el retrete, en un ejercicio filosófico y terapéutico de reafirmación de sus actos. Mientras meaba se acordó que en una silla del garaje dejo atada a la mujer de su mejor amigo, al que ayer le quitó las ganas de seguir respirando.


No tenia prisa, – “donde coño va a ir” – dibujaba un amago de sonrisa este pensar, en su tez morena y poco agradecida, haciendo mas caso a su estomago que a su reo.


En la cocina, o lugar en donde la mugre no se diferenciaba mucho de los paquetes de comida preparada, arrebato del frigorífico un pack de seis birras, que antes de llegar al garaje pasaron a ser cuatro. Directamente se llevó lo restos de una orgía de kebab que trajo Karím ayer junto a las chicas y una gran pieza de tate de su tierra. Hay quien en su pueblo hace matanza y trae chorizos para la familia; Karím ayuda en el suyo a labores de la cosecha, vamos, como aquí con las uvas y el vino pero allí es el kifi lo que madura por septiembre.


Ya sentado frente a la mujer atada e inconsciente, sacio su sed y calló los pitidos de sus mentones con el resto del pack, mirándola despectivamente, de arriba abajo, deseando ese pastel, pero eran los restos de kebab los que envueltos en sus babas, afloraban entre los dientes y las comisuras de los labios.


- Despierta, Noe – susurro dulcemente en la frente de la mujer, con respeto, con amor, con locura… - Despierta, cariño, ya estamos en casa.


Ella, con al cara ensangrentada y llena de lagrimas secas, se hizo la dormida. El temor dejo de bloquearla cuando se dio por perdida, y ahora se resignaba a morir.


Lo que no comprendía era la actitud tan afable con la que la hablaba… esta loco – pensaba paralizada.


- El no era bueno para ti – dándole por eliminado – os lo dije a ambos el día de vuestra boda, pero claro, os volvisteis a mofar de mis palabras. Os creíais que este pobre “drogas” no hablaba en serio – Balbuceaba mientras el cordero saciaba a dos manos los días en que no entraba ni pizca de alimento, salpicando de ascos las palabras de consuelo que intentaba agrupar. – Además, sabes que eres mía. Te enseñé a vivir, a tener motivos para caminar sin gomas en los brazos… pero claro, “El” siempre lo ha tenido todo. Pues sabes, ahora es mío. “El” tuvo mejor cabeza que yo desde el colegio, pero yo he tenido más… he tenido más… ¡cojones! – grito, manando de entre sus ascos, un ciclo de carcajadas que bien podrían representar a cuarenta ladrones vitoreando a su jefe, como alegoría triunfal sobre “El”, sobre “Ella”… sobre todos.


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Nuevas lágrimas surcando entre marcas de golpes. La conversación no la alentaba, no la animaba a pensar en una muerte rápida.


Cerró los ojos. No notó el paso del tiempo. No escuchó los jadeos de aquel animal en sus oídos. No apreció la delicada voz de ayuda que prorrumpía su alma al dejar al aire, entre jirones de ropa, su desnudez. No notó los desgarros previos al fin. No notó el golpe de gracia, y aún así notó un hilo de luz que apagaba su historia, que apagaba su vida.




Ilustración de inicio por:


Juan Carlos Cardesin


Blog :http://acuarelascardesin.blogspot.com
Galeria http://expogaleria.blogspot.com/



Muchas gracias, Juankar.




miércoles, 2 de junio de 2010

Llegando la tarde


Llegando la tarde, encuentro el momento de parar, de descansar mí que hacer. Es cuando se van muteando paulatinamente los recados, las risas y llantos, los alborotos y las prisas por todas las cotidianidades que establezco para hacerme con el día. Es cuando ya no me queda, cuando intento disfrutarle: el día. Es así como al final de la jornada, pisando con mis planes la próxima, agotado por dentro y por fuera, me examino.
Se que evalúo por debajo de lo normal, pero es que estamos hablando de uno mismo, y se sabe que sueles ser menos indulgente con tus propios actos. Una manera de estar siempre alerta y no relajarme en “hice lo que pude”. Y es que mis deberes son de máxima importancia. No puedo permitirme errar, y lo hago. No puedo permitirme ser parcial, e involuntariamente o quizás por ser defectuoso, humano, dejo sin mirar algunas de las esquinas de mi control, de mis dominios. Este aire que satura la asfixia de la lógica, en el instante que aparece para refrescarme y recordarme quien fui, inunda la caja de mi vida y su contenido, llevándome al engañoso y dulce pasado, cuando eran otros ojos los vigilantes y otras leyes, que todos en aquel redil, acatábamos conscientes de que nuestro pastor, a veces, nos dejaba empaparnos de este mismo aire de libertad, de improvisación y de alimento laico por el conocimiento. Ocurría que lo prohibido en boca de nuestro mentor sonase interesante y que únicamente conocíamos el peligro cuando este dejaba marca o aviso en las rodillas, en la lengua o en la mollera de más de una oveja.
El aire que yo dejo entrar a mi rebaño, susurra en mi alto claves para volver a recordar que fui ovejita perdida, inocente, de mente esponjosa, absorbente y luminosa. Esta corriente pausaba mi autocontrol y mi mecánica actitud, impuesta por el pulso de lo correcto y responsable, dándome el consuelo y convirtiéndose en Prozac para mi consciencia.
Es ahora, cuando la luz se va, llegando la tarde, acariciando mis pupilas con violetas y rojos rosados en el cielo, ese roce tangencial nos regala la belleza de un instante único y constante, cuando se quedan en la mesa, junto a un botellín y un liao, mis males y mis bienes.
Sinceramente, la mesa no es balanza estable y se suelen caer las penas por penas y los actos agradables por las mismas penas, entre la separación de las maderas, como el agua en las manos, quedando lo más gordo, lo más indigerible: el desconsuelo por no saber si lo realizado es completamente justo, para mí y por supuesto para mi rebaño.

Ya casi no hay diferencia entre los colores, llegando la tarde. Los pardos y grises se hacen con todo, con paso lento y seguro, invadiendo silenciosamente esta parte del mundo. Y sigo con la mirada perdida en la mesa, con las mismas cartas y en la misma partida, observando este congojo con dolor de trago, pues se sigue atravesando en mi garganta las palabras, el tono y las formas con las cuales le erigí. Esta presión que no se va entre las maderas de la mesa, que no cabe. –“No tenía que haberlo echo de esa manera”, “no he sido justo”-. El rebaño no funciona cuando me abrigo con prisas. No me dejan tratar a cada una de mis ovejitas a su misma altura racional. No es justo…
Con las lágrimas mojando mis juicios entro en el embudo del auxilio sordo, de las llamadas a mis pastores, a mis principios, en espera de una clave nueva, una pauta o contraseña para descubrir la razón, el porque de estos desconsuelos.
Es cuando recuerdo con más claridad a mis pastores, a sus tardes mermadas de luz y repletas de obligaciones. De sus rostros duros y serios a la par que desencajados y desesperados por terminar la jornada con prisa, pues como yo ahora, antes de que la luz avise al gallo, ya estaban ejecutando el programa de arranque para su redil.
Es curioso, como este encuentro en donde mi mirada no da con realidades, tropiezo con mis recuerdos. Me veo asomándome para localizar de donde provenían esos llantos y esos desconsuelos. Esos rezos y misericordias que manaban de un alma realizada y con costra, pero muy castigada. Desconsuelos por no saber qué ni cómo hacer que el día siguiente llegue a su fin de la manera más correcta. Escondido en mi culpa por que ese gesto o esa palabra que dije, esa actitud que a mi pastor le enloquecía a esas horas de la noche, le atormentaba y no le dejaba descansar. Pensaba con el mismo nudo que tengo hoy en la garganta y aún sin comprenderlo, que era por mi culpa. No soportaba que ese castigo fuese por mi despiste. Por mi no saber hacer, por mi inocencia, por mi condición de cría observadora, por mi egoísmo al disfrutar del aire que el mismo pastor nos regalaba. Ese mismo aire que yo, como guardián de mi redil, dejo pasar cada vez que puedo.

Abro los ojos de ver, pegados en los lagrimales, con dolor en mi espalda por la postura. Es demasiado tarde. Doy el último trago al botellín y me lleno de densidades y nieblas los pulmones. El congojo no esta en la mesa. Escurrió entre las maderas de la mesa, entre las tablas de mis recuerdos. Llegando la tarde, sólo me queda pensar en mañana.